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jueves, 12 de febrero de 2009

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Bajó la lámina sensible sobre la fría pantalla de mandos y se logueó de nuevo en la metaweb. Encontraría ahí a sus amigos de siempre como todos los días después de su trabajo. Gabriel tenía la tenaz necesidad de escapar de su realidad como burócrata de bajo nivel en el Ministerio de Control Ciudadano donde pasaba sus seis horas de trabajo acomodado en un ergoseat pegajoso escudriñando perfiles, acciones y declaraciones fiscales de (cuando menos) quinientos individuos a quien él jamás conocería ni le interesaba conocer metido en una metaweb restringida de uso gubernamental.

De sus primeros veintiocho años, quince los había pasado adherido a redes exteriores de acceso tradicional. A los veintitrés logró convencer a sus papás de pagarle una expansión positrónica adherida quirúrgicamente a su tallo cerebral y que recibía y contestaba los impulsos neuroquímicos de la neocorteza, conectándolo activamente a la vasta red de datos externos que la metaweb ponía a disposición de los usuarios de las nanoplacas alrededor del mundo. Eso le ayudó mucho en sus estudios universitarios donde sacó provecho de su expansión de memoria y aprendió a navegar a su antojo a través de la red mejorando sus conocimientos y descargando algunas nuevas aplicaciones disponibles en su forma beta. Así logró aprender a jugar póker en cinco megabytes y a responder las preguntas de su exámen de titulación de la carrera de Manejo de Datos y Soluciones a Redes.

Recién vio su memoria externa saturada, decidió implantarse una tarjeta más sensible, descargar las actualizaciones de biocompatibilidad y fusionar su selfintelect a la flamante red virtual global. Allí podría viajar sin salir de su hogar y así encontraría la manera de lograr su independencia económica total, dejar de ser un empleado y ganar dinero en la metaweb. Al menos así lo pensó en un inicio.

Yo lo conocí hace veinte años a la salida de la puerta magnética de remoción de datos a la salida del complejo. Me pareció un tipo buen mozo aunque de esos desaliñados involuntarios. La barba un poco crecida, con retazos de piel lisa en el mentón, solía utilizar una chaqueta de esas nuevas de carbono con cuello elevado que protegía los conectores laterales de su nuca. Era retraído y siempre intentaba mirar a mi escaso escote de manera furtiva. Caminábamos juntos unos pasos por la calle de Bucareli hasta llegar al Monumento a los Defensores de 2015, donde él viraba a la derecha para tomar su electrobús hacia Tacuba, mientras que yo daba vuelta a la izquierda para transportarme hasta mi apartamento en el complejo numero 12 de la multihogar de oriente.

Lo vi adentrarse cada vez más en sus prácticas virtuales. Desafiaba de alguna manera los controles de seguridad humana impuestos por las directrices de la Iniciativa Global de la Metaweb. Aunque sus implantes le permitían un manejo mas flexible de los datos y había logrado aprobar hasta el último examen de compatibilidad y capacidad encefálica disponibles en la red, no podía o mas bien no debía de pasar mas de siete horas continuas logueado. Nadie debía permanecer más puesto que se había corroborado lesión permamente en la corteza, degenerándola irremediablemente. Pero había muchos que desafiaban las directrices y podían evadir la desconexión obligada de los sistemas. Así pasaba horas acumuladas dando saltos en la interfaz azulosa de emulación de realidad.

Gabriel y yo pasamos muchas tardes juntos, cuando él aún habitaba mas tiempo en la realidad tangible que en su propia realidad. Compartimos varias veces bebidas estimulantes en las ruinas del zócalo e incluso alguna vez logramos obtener alimentos pretransgenizados, que a ninguno de los dos agradó. Me sentí por primera vez una mujer feliz y confiada en alguien. Sabía que él conmigo no usaba su memoria externa para encontrar las frases mas apropiadas al momento ni mucho menos que usaba la aplicación de cálculo de situación como otros hombres. Aunque era un absoluto conocedor de miles de downloads decidía intentar con sus habilidades naturales al provocar mis reacciones. Con el paso de los años, creo que mis actos y la sorpresa conjunta en ellos era lo que le atraía de la vida cotidiana.

Con los meses y los años Gab comenzó a volverse mas taciturno. Cada vez pasaba menos tiempo conmigo y más en la metaweb. Dejó de asistir a las profilaxis sanitarias y a las sesiones obligatorias de inmunorenovación. Yo no solía loguearme como él, y jamás me agradó la sensación de despersonalización al ingresar. Nunca me agradaron los colores intensificados de las avenidas informáticas ni de los recreos de datos. Al consultar a un médico neuronet me confirmó que padecía una ansiedad de separación y que mis sinapsis debían carecer de la plasticidad necesaria para adaptarme bien a la metaweb. Por ello, nuestros momentos juntos se hicieron cada vez mas ajenos e impersonales. Desesperé en un vago intento por hacerlo reaccionar y terminamos nuestra relación. Él, lejos de actuar como yo pensaba se aisló y dejó de esperarme para marchar por Bucareli. En un arranque que ahora observo irracional, decidí pedir mi transferencia a la oficina de Configuraciones Presupuestales en la rama oeste del Gran Corredor Urbano del Anahuac, que se situaba cerca de los viejos asentamientos sobrevivientes de Santa Fé. Allí conocí a mi esposo Dan con quien tuve dos hijas. El tiempo escurrió imperceptiblemente para mí. Por unos años dejé de pensar en Gab envuelta en la nueva experiencia de ser madre, y aunque buena parte de su educación era administrada por los psicopedagogos virtuales proporcionados por la Administración Conjunta, yo adoraba pasar momentos con ellas. Las nuevas directrices de sanidad hacían gratuita y fomentaban la instalación temprana de nanoplacas de memoria externa de baja potencia en los infantes. Aunque me opuse, Dan me hizo ver las ventajas que mis hijas podrían obtener en base a los metaanálisis realizados en las poblaciones de niños tempranamente iniciados en la metaweb. Mis dos hijas, Ana e Isabel, pronto aprendían en las aulas virtuales descargando información recostadas en sus pequeños ergoseats.

Nuestra vida en familia se llenó de pequeños momentos por millares. Recuerdo ésa época con mucha nostalgia. Pasábamos nuestras vacaciones disfrutando del mar en las costas de Tehuacán o en las islas de Chiapas cada vez que a Dan le tocaba descanso en su trabajo como detector de tráfico indebido en la metaweb para un entidad social-comercial de participación privada y estatal. Hacíamos excursiones reales a los campos de cultivo de carbosemillas en Sonora, visitábamos las fascinantes pirámides intactas de Teotihuacan o los promontorios sacros de la primera refundación eclesiástica que se hallaban al sur. Viajamos alguna vez a los hielos del norte, de donde migraron hace muchos años los norteamericanos hacia el sur en busca de un clima mas cálido. Son muchas las lágrimas que cubren mi rostro al recordar mi etapa mas hermosa de madre y esposa.

Gab reapareció en mi vida una ocasión en que el servidor externo de la casa me alertó sobre una infracción en los vínculos de seguridad de nuestro hogar. De acuerdo a los reportes, se había excedido el numero de cookies originados desde un enlace metaweb distante que dejó unos cuantos bytes de rastro que codificaban para los datos GabW5s. Entré unos minutos a la metaweb y comprobé que Gab había estado adquriendo datos variados de mi vida durante los últimos años. Al inicio me enojé muchísimo, me desconecté y pensé en contactar a mi esposo para solicitar un firewall mas potente y denunciar a Gab ante la policía web. Pero la nostalgia me ganó y razoné que la huella quizá había sido dejada de manera intencional.

Decidí visitarlo personalmente y no a través de la metaweb creyendo que así él lo quería. Viajé hacia donde él había vivido años atrás y como en muchas zonas de la ciudad, era poco frecuente ver personas caminando por la calle. Solo el zumbido penetrante de los vigilantes en cada esquina o el rotor de los sensores de vigilancia. Al llegar a su edificio y pulsar la llamada me atendió una voz desgastada pero familiar a través de un transcomunicador. Por el tono modulado supe que Gab me respondía desde la metared. Oí cómo las cerraduras electrónicas de las puertas que me llevarían a su pieza se abrían al unísono. Caminé y llegué hasta él. No parecía mas que un organismo tendido boca arriba en una ergoseat muy compleja que vibraba y lo cambiaba de posición frecuentemente mientras detectaba variables fisiológicas y lo alimentaba con precisión y cálculo. Llevaba la misma chaqueta de carbono con unos pantalones de fibra térmica color anaranjado que parecía haber cambiado recientemente. De una membrana sónica situada junto a su cabecera surgió su voz diciendo que en un minuto estaría conmigo. Sonó un click y su cabeza giró hacia mí mientras abría los ojos muy lentamente. Eran éstos como dos lunas opacas que eran incapaces de demostrar emoción alguna. Muy diferentes a los que había conocido. Me llamó por mi nombre, se incorporó levemente y comenzó por intentar una sonrisa que resultó en una mueca torcida que mostraba unos dientes blanqueados pequeños idénticos a los que yo recordaba. No me preguntó de mi vida, de lo que había hecho hasta entonces pues lo sabía perfectamente descargando en nanosegundos la información respecto a ello. Por el contrario, una vez mas pareció interesado en el azar de mis respuestas ante sus cuestionamientos espontáneos y me preguntó simplemente y sin rodeos si la vida fuera de la red aun tendría algo para él. Yo le contesté sinceramente que lo dudaba mientras miraba la cúspide la una simbiosis entre la tecnología y la humanidad plasmada en las paredes, en los cables regados por el piso de su casa. Él parecía conocer esta respuesta y se levantó. Ví que conservaba su tono muscular a pesar de estar mayormente recostado. Obra de los nanoestimuladores seguramente. Caminó hacia mi y me ofreció asiento. La siguiente hora nos dedicamos a recordar. Rememoramos muchas cosas juntos, pero al cabo de una hora exacta, su rostro volvió a endurecerse y me pidió que lo dejara, pues debía volver a conectarse. Esa fue la ultima vez que supe de él en la realidad.

Los meses pasaron y me sumergí en mi escueto papel de madre para mis dos hijas que ya contaban nueve y once años y seguían asisitiendo al colegio virtual donde desarrollaban y descargaban nuevas habilidades concordantes con su perfil genético.

Una mañana, mientras ellas permanecían logueadas recibí de mi esposo una notificación vía extranet en el servidor casero en que me informaba de un transitorio desnivel en la tasa de transferencia de datos a las 11:25 am, originado por la liberación en la metaweb de un paquete de reparación y actualización de varios terabytes por parte del Gobierno Global Intraweb que sería lanzado desde sus oficinas reales en el Omniestado Europeo para mejorar la seguridad de la red, pues había habido algunos incidentes menores liberados presuntamente desde los gobiernos rebeldes de Asia.

A las 11:24 mientras actualizaba manualmente los comandos diarios de ordenanzas de limpieza en la casa, todo el circuito de energía luminosa se apagó. Los aparatos de humidificación y enriquecimiento de aire se detuvieron y de una membrana sonora escuché la voz de Gab que gritaba el mensaje: “desconecta ya a tus hijas” con un tono imperativo y urgente. Este mensaje se repitió dos veces mientras corrí hacia la sala de educación y despegaba la placa magnética de las nucas de mis hijas, al momento en que con un jadeo ambas abrían los ojos dolorosamente a la realidad. Isabel y Ana me miraron sin saber que sucedía y ambas comenzaron a preguntar. Miré mi reloj y eran 11:25. Decidí esperar. Un minuto y otro minuto. Nada se restablecía. Miré por la calle y como de costumbre no había nadie en la calle. El servidor local de la casa se reinició a las 11:30 en modo emergente, no había conexión con la red global. No podía comunicarme con mi esposo ni establecer contacto con ninguna dependencia de la Administración. En la pantalla sensorial de la cocina apareció un mensaje que decía: “Lo siento, no pude avisar antes, espero tus hijas estén bien, no pude hacer nada por Dan. Liberaron un biosoftware en la metared. No sé que sucederá. Gabriel”. Dejé a mis hijas en la sala, pidiéndoles que por nada del mundo se acercaran a las placas magnéticas de logón. Corrí hacia la casa de mi vecina que descubrí con la puerta abierta. Al entrar, la vi recostada en su ergoseat con los ojos abiertos que miraban hacia atrás en blanco y con la boca entreabierta. No contestaba, no respondía. La intenté mover pero estaba rígida y su corazón apenas latía. No había forma de llamar servicios de emergencia pues éstos dependían de la metaweb.

Al salir, observé cómo otras cuantas personas salían de sus casas, unos cuantos apenas que no sabían que había sucedido. Unos con los ojos interrogantes, otros desesperados y llorando. Nos reunimos todos en la calle, eramos solo un puñado de unos cien vecinos que debíamos de haber habitado esas casas. Mis hijas salieron y se unieron a mi desconcertadas. Las voces subían de intensidad hasta que les dije que algo había pasado en la red, algo relacionado con biosoftware. No sabíamos nada mas. Unos decidieron permanecer en sus casas junto a sus familiares. Otros, como yo, nos dirigimos caminando hacia la Prefectura, donde encontramos algunos empleados confusos que intentaban reanimar a los que habían estado conectados. Todos en el mismo rictus o parecido al de mi vecina. La diferencia era que éstos habían dejado de vivir. Eran las 12:20. Miré a mis hijas y las abracé, las abracé como si nunca las hubiera tenido o como si justo hubieran nacido.

Organizamos transportes para buscar sobrevivientes. En cada hogar, en cada edificio, en todos los resquicios donde hubiera personas conectadas a la metaweb encontrábamos cadáveres repetidos de una muerte inmediata. El peso abrumador de la realidad dolorosa nos apretaba el corazón. No concebíamos la magnitud de la catástrofe que mediríamos unos días después. Yo visité las oficinas donde mi esposo trabajaba ese mismo día junto con otras personas. Adivinaba la tragedia al cruzar mi camino con hombres y mujeres que salían con el llanto desbordado entre histeria y tristeza. Yo misma entré cabizbaja y salí con las manos cubriendo mi boca bañadas en lágrimas, mientras mis rodillas se doblaban irremediablemente y caía al suelo. Esa misma noche, fundidas en un abrazo, mis hijas supieron de la muerte de su padre. Esa misma noche y todas las siguientes de mi vida recordé a Gab por salvar a mis hijas.

En dos días se habían organizado cuadrillas de remoción de cadáveres gracias al liderazgo de unos cuantos funcionarios de gobierno sobrevivientes. Se había restablecido cierta comunicación local gracias a los servidores particulares de la ciudad y se pudo hacer un cálculo aproximado de las muertes. Cerca de tres millones sólo en ésta ciudad de un total de cinco millones de habitantes. Se dispusieron entonces piras gigantescas donde se quemaron los cuerpos por decenas o centenas de miles. Las columnas de humo subieron como tentáculos hacia el cielo durante cinco días. Nunca pude saber cuándo ni donde cremaron a Gab.

Para el cuarto día del fuego algunos técnicos recuperaron la comunicación hemisférica y global. La noticia de un biosoftware se difundió rápidamente y las conexiones a metaweb fueron deshabilitadas inmediatamente. Todas las ciudades se hallaban en la misma condición o peor. De ciertas regiones nada se sabía.

Hoy han pasado dos años desde el holocausto de la red. Los neuroanalistas y científicos de las redes que sobrevivieron determinaron que la causa de los millones de muertes fue la integración a la red de un tecnovirus con capacidad de compatibilidad biológica neurológica. Dicho biosoftware ingresó libremente a través de los componentes positrónicos instalados en las personas donde se tradujeron en señales apoptoicas neuronales a través de inmunomediadores que afectaron de manera primaria las células corticales de la segunda capa y las células del tallo cerebral encargadas de la respiración autónoma. Éste tecnovirus logró evadir los sistemas de defensa diseñados para evitar estos eventos, presuntamente gracias a la filtración de los códigos secretos de programación de los firewalls.

Surgieron conflictos graves por el desabasto de alimentos. Los Cuerpos de Orden tuvieron muchas dificultades en lograr la paz y viejas prácticas inhumanas que se creían olvidadas después de la Cuarta Guerra Mundial y el Pacto de Brazilia volvieron a aflorar en la faz del hombre. Se retrocedió a ciertas prácticas de agricultura de manera obligatoria, los procesos educativos apenas se restablecen a la usanza prepositrónica, se tienen indicios de que los Estados Rebeldes de Asia provocaron la segunda decimación de la población mundial y que preparan una nueva guerra religiosa contra el resto del mundo.

Mis hijas han crecido con las habilidades adquiridas en sus años de estudio virtual, muchas de esas capacidades hoy son inservibles pero otras dan pie a la restructuración de la sociedad como la conocimos. Yo trabajo en la recuperación de datos digitales y genotípicos, deseando que podamos hacer frente a un futuro bélico. Me pregunto si los humanos realmente estamos destinados a morir por nuestras propias manos o por nuestras creaciones. Solemos descansar en nuestras virtudes y aligerar el peso de nuestras vidas con instrumentos. Al final, sólo nos acompañan el fuego y la muerte.

Fin

Autor: Luis Fernando Cortázar Benítez

2 comentarios:

Julio Alberto dijo...

Ciencia ficción al estilo "hard" postcyberpunk, donde podemos observar las letras de Stephenson, Simmons, y Shirow (de sus obras Snowcrash, Hyperion y Ghost in the Shell, respectivamente) fusionadas en un estilo muy peculiar y Mexicano, que nos muestra, además el futuro de una sociedad dependiente de la tecnología. Me encantó el detallazo de Teotihuacan. La perspectiva del futuro de nuestra demo-virtual-cracia definitivamente lleva tu estilo. Es uno de esos cuentos en los cuales no puedes evitar sonreir de gusto y asombro al leer. Me gustó "el experimento".

P.D. Creo que sólo te falto Tepito ó la plaza de la computación, jeje, es broma. ¿No que no te gusta la Neuro?, te lo dije, la Neuro es la ley, jeje.

Humbert C. Christopher dijo...

La ciencia ficción debe de ser el género más difícil, ya que el escritor debe saberse de memoria todos los detalles qe ha creado y saberles dar un equivalente en la vida real que sea comprensible, mientras escribe, además, una historia amena, interesante y profunda.

Ésta es una muestra de cómo se debe escribir ciencia ficción.

Asombroso cuento, espero en un futuro te animes a escribir un poco más, ya sea de ésta misma línea argumental o del mismo género. Gracias, Fer.