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martes, 28 de abril de 2009

Cápsula Literaria II

Una pequeña pieza de la narración corta “Mi vida” de Anton Chejov, medico y escritor ruso ensalzado a la par de Dostoievski y Tolstoi. En éstas líneas, escritas en los albores del siglo 20, se relata un diálogo entre un aristócrata renegado y un médico militar. En él podemos, a mi parecer, entender esbozos del socialismo tal y como permeó en la sociedad rusa. Es un comunismo-socialismo sencillo y pueblerino quizá. Despojado de grandes aventuras ideológicas. Los dejo con esta cita:

Nos enzarzamos en la conversación y cuando hablamos del trabajo físico, expuse la siguiente idea: es necesario que los fuertes no esclavicen a los débiles, que la minoría no sea para la mayoría un parásito o una bomba que chupe a los demás, crónicamente, los mejores jugos; es decir, hace falta que todos sin excepción, fuertes y débiles, ricos y pobres, participemos por igual en la lucha por la existencia de modo que cada uno gane su sustento; para ello no hay mejor recurso nivelador que el trabajo físico como carga general, obligatoria para todos.

-¿Así pues, a su juicio, todo el mundo, sin excepción, debería efectuar algún trabajo físico? –preguntó el doctor.

-Sí.

-¿Y no le parece que si todos, incluidos los mejores hombres, pensadores y grandes sabios, al participar en la lucha por la existencia cada uno para sí, empezaran a perder el tiempo picando piedra y pintando tejados, esto podría convertirse en una seria amenaza para el progreso?

-¿Pero dónde esta la amenaza? –pregunté-. La verdad es que el progreso estriba en los actos de amor, en el cumplimiento de la ley moral. Si no se esclaviza a nadie, si no se es una carga para nadie, ¿qué otro progreso necesita usted?

-Pero, ¡permítame! –prorrumpió de súbito Blágovo levantándose- ¡Permítame! Si el caracol, en su concha, se ocupa de su autoperfeccionamiento y se pasa el tiempo dando vueltas a la ley moral, ¿llamará usted a eso progreso?

-¿Por qué dando vueltas? –repliqué, picado-. Si usted no obliga a su prójimo a que le alimente, le vista, le lleve de un sitio a otro y le defienda contra los enemigos, ¿no será esto un progreso respecto a un estado de cosas basado en la esclavitud? A mi modo de ver, este es un prgreso más autentico y, sin duda, el único posible y necesario para el hombre.

“Los límites del progreso humano y del mundo se encuentran en lo infinito, y hablar de un –posible- progreso limitado por nuestras necesidades o por nuestras concepciones temporales, hasta resulta extraño, y perdone la expresión.

(…)

Nos pusimos a hablar del progreso paulativo. Yo sostuve que la cuestión de hacer el bien o el mal, la resuelve cada uno por si mismo, sin esperar a que la humanidad llegue a la solución del problema por medio de un desarrollo gradual. Además la evolución paulatina es un arma de dos filos. Junto al proceso de desarrollo gradual de las ideas humanas, se observa un aumento continuo de ideas de otro género. El régimen de servidumbre ya no existe, pero florece el capitalismo. Y en el momento mismo de pujanza de las ideas de liberación, exactamente igual que en tiempos de Batí, la mayoría alimenta, viste y defiende a la minoría, quedándose aquella hambrienta, desnuda e indefensa. Semejante estado de cosas se ajusta magníficamente a las influencias y corrientes que se quiera, pues el arte de esclavizar se cultiva, asimismo, de manera gradual. Ya no azotamos en la cuadra a nuestros lacayos, pero revestimos la esclavitud de formas refinadas, por lo menos sabemos encontrar para ella justificación en cada caso concreto. Las ideas son las ideas, pero si ahora, a finales del siglo diecinueve, fuera posible cargar a espaldas de nuestros trabajadores aún nuestras funciones fisiológicas más desagradables, lo haríamos, y luego, naturalmente, argumentaríamos en justificación nuestra diciendo que si los mejores hombres, los pensadores y los grandes sabios comenzaran a perder su precioso tiempo en esas funciones, el progreso podría verse amenazado por un serio peligro.

Por Luis Fernando Cortázar Benítez

jueves, 2 de abril de 2009

MEDICINA NO TRADICIONAL

Esa mañana, Sergio llegó a su consultorio tan alegre como todas las anteriores desde su llegada al pueblo. Al entrar, saludó a Teresa, su hermosa y altamente eficiente enfermera y a, bueno, no sabía su nombre pero era su asistente, la cual también era hermosa y bastante eficiente. Las voces de los tres saludaron cortésmente con la frase de buenos días. Al llegar a la recepción, su asistente sólo le confirmó lo que Sergio ya sabía, el cupo de sus citas hasta el límite, todas con confirmación de asistencia desde el día previo. Antes de entrar a su lujoso consultorio, dio los buenos días a todos los pacientes que esperaban en los asientos de la sala e inició la consulta.


Por la tarde, luego de atender a varios pacientes agradecidos por haber sido recibidos, pasó a la siguiente. Doña Eráclita, una señora de 50 años a quien luego de interrogarla y explorarla, le dijo:


-Doña Eráclita, lo que usted tiene es un enfriamiento. Le daré una receta. Se hará un té de una planta llamada gordolobo, coloque 5 hojas en 1 litro de agua, que sea limpia, de preferencia de garrafón y lo pone a hervir, una vez que esté hirviendo-.


Sergió dudó un momento.


-Permítame un minuto-.


No recordaba exactamente si era medio limón ó ¾ de limón, así que disimuladamente abrió su PLM, el cual era la última edición y que recientemente lo había recibido como obsequio en el XXII Congreso Internacional para el estudio de la Chipilez en niños, que se llevó a cabo en Cancún el año anterior. Buscó y encontró el medicamento, un jarabe contra el enfriamiento de los laboratorios Psizzer. Sergio sabía que Doña Eráclita, como casi todos los del pueblo, era de muy escasos recursos, así que decidió indicarle la receta para que ella la preparara en su hogar en lugar de mandarle el jarabe ya elaborado por el laboratorio.


-Como le decía, le pone ¾ de limón cuando esté hirviendo y 20 mL de miel, que son como 4 cucharadas aproximadamente-.


Le dio la receta y se despidieron, con los múltiples agradecimientos que recibió de Doña Eráclita.


El último paciente de ese día fué Pablo, un niño de 4 años.


-Lo que tiene Pablo es un empacho severo-. Concluyó Sergio.


Durante el interrogatorio, Sergio determinó exactamente que la causa del empacho era la cáscara de una ciruela que aún estaba verde y que le había sido dada por su madre el día previo. Sergio se alegró de sobremanera cuando diagnosticó a Pablo, por que precisamente un día antes había leído en la revista Pediatrics-Empacho, un artículo sobre un estudio clínico europeo donde en más de dos mil niños estudiaron el uso de aceite de oliva virgen comparado con el extra-virgen para el tratamiento del empacho y concluían que no había diferencia estadísticamente significativa entre ambos tratamientos. Sergio decidió recetar el aceite extravirgen, pero antes, realizó la técnica de terapia física aprobada y comprobada por los lineamientos internacionales mexicanos para tratarlo. Colocó al niño sobre la camilla de exploración en posición supina con la espalda descubierta e inmediatamente comenzó a pellizcar su piel exactamente sobre la línea media dorsal en dirección cefalo-caudal. Al llegar a la mitad de su espalda, escuchó el típico “clic” del desempacho.


-Listo-. Dijo en voz baja.


Sin embargo continuó con todo el procedimiento.


Estaba anocheciendo y Sergio había terminado su consulta. Prendió su computadora, se conectó a Internet y entró a la página del New Spain Journal of Medicine, una de las revistas médicas más prestigiosas del mundo que se editaba en inglés aunque era mexicana y bajó un artículo que le interesó de sobremanera titulado: Strong sight as main causative of Sick from the eye or “Mal de Ojo”. Clinical Review.


Luego de la lectura, Sergio, cansado de la agotadora jornada de pacientes del día, se fue a la cama cansado, muy cansado. Y despertó.


Esa mañana, Sergio llegó a su consultorio tan decaído como todas las anteriores desde su llegada al pueblo. Al entrar, saludó a Teresa, su muy obesa y deficiente enfermera y en ese momento deseó tener una recepcionista ó al menos una recepción en su pequeño consultorio. Su voz resonó solitaria al dar los buenos días. No hubo ninguna respuesta a pesar de estar a menos de 2 metros de Teresa. Vio con tristeza las tres sillas de plástico vacías que se encontraban en el estrecho pasillo hacia la puerta de su humilde consultorio, al llegar a la puerta, su enfermera sólo le confirmó lo que Sergio ya sabía, nadie había llegado ni apartado cita. Antes de entrar a su consultorio, dio un profundo suspiro, e inició su jornada sin consultas.


Por la tarde, luego de la prolongada espera, Sergio pasó a su primer paciente. Doña Eráclita, una señora de 50 años a quien luego de interrogarla y explorarla, le dijo:


-Mire, lo que usted tiene es osteoartrosis y necesito que se haga unos estudios, pero antes le daré una receta-


Sergio dudó un momento. Sabía de los escasos recursos económicos de Doña Eráclita y que el gabinete radiológico más cercano se encontraba en el pueblo siguiente. Así que decidió sólo recetarle un antiinflamatorio.


-Como le decía, le daré esta receta, se tendrá que tomar una pastilla cada ocho horas. Pero además le indiqué otra pastilla que se deberá tomar para que no le dañe el estómago la primera-


Doña Eráclita recibió la receta con un gesto de desdén, y le dijo:


-Ay Chequito, yo sé que te fuiste para la ciudad y tuviste muchos estudios de medicina, pero ya sabes que aquí ya tenemos a Don Sabino. El me vio hace unos días y me dijo que tenía enfriamiento. Pasé contigo para ver si tienes una medicina para eso-.


Sergio se quedó serio, mirándola fijamente. No era la primera vez que escuchaba algo similar ni tampoco era la primera vez que esa mezcla de sentimientos de frustración, enojo, desprecio y tristeza lo invadía.


Otro día terminó en la consulta de Sergio y otro día que se despidió de Teresa, decepcionado por la ausencia de pacientes y por la falta de confianza en él por parte de los escasos que acuden. Despegó el anuncio de cartulina, pegado con cinta adhesiva en la pared que da hacia la calle, donde anuncia la promoción de la rebaja de precio. Mira fijamente el anuncio y su mirada se detiene en un recorte cuadrado de cartulina donde se lee, Consultas $20, que se encuentra cubriendo el precio anterior y piensa recortar otro pedazo más para pegarlo sobre el que ya está, para que ahora se lea: Consultas $15. Sólo lo piensa y deja la cartulina sobre una de las sillas.


Espera a que Teresa se vaya para bajar la cortina de hierro y cerrar el local que renta como consultorio. Se dirige cabizbajo a su casa en las afueras del polvoso pueblo de San Tequesquitengo del Chicote. Un pueblo de aproximadamente 1200 habitantes, el cual fue el lugar que vio nacer a Sergio, un médico recién graduado de una prestigiosa universidad y que había decidido, por convicción propia, vivir durante un año en su pueblo natal dando consultas generales a muy bajo costo antes de iniciar su especialidad en la ciudad.


Cansado, más que físicamente, moralmente, llegó a su casa donde su muy orgullosa madre lo esperaba con la cena preparada. Tostadas de tinga de pollo y un vaso de medio litro de licuado de chocolate, muy frío como a Sergio le gusta.


-Hoy habló tu amigo Martín, me dijo que le marcaras cuando llegues-.


-Gracias madre-. Replicó sin decir más y siguió comiendo.


En la ciudad de México, en una de las múltiples pensiones de la zona de hospitales al sur de la ciudad, un teléfono sonaba. Era Sergio, que le devolvía la llamada a Martín, su amigo de la carrera y que había hablado para saber como le iba a Sergio con su penitencia autoimpuesta. Iniciaron con saludos cordiales, hablaron de cómo era la vida de residente de Martín, de los amigos y conocidos y de cómo le había ido a cada uno de ellos, bromearon de viejos recuerdos, errores y aciertos. Luego de un rato de charla amena, llegaron al punto de la conversación que Sergio había estado evitando.


-Y a ti, ¿cómo te va?, ¿sigues en tu exilio tibetano?–.


Preguntó Martín y ambos rieron. Sergio le comentó que le iba justo como pensó, que atendía las enfermedades que había previsto y que con más frecuencia de la esperada, llegaba algún paciente con un padecimiento interesante.


Sergio confiaba plenamente en Martín, sin embargo dudó antes de comentarle algo que lo avergonzaba profundamente y que lo hacía sentir no sólo con falta de talento, también incapaz de seguir con las enseñanzas básicas de cualquier médico.


–Martín. Tengo un problema. Mis pacientes no confían en mí-.


Y le expresó el motivo por el cual, al finalizar su consulta diaria, termina dubitativo sobre sí mismo y su talento médico. Le comentó que al principio, todo el pueblo se sintió muy entusiasmado con su regreso, Sergio, el hijo de Flor y nieto de Doña Esperanza, regresaba triunfante como médico al polvoso pueblo que parecía haberse detenido en la década de los cincuentas. Cuando le avisó a Doña Toña, la dueña del depósito de cerveza a dos cuadras de su casa y también la señora más comunicativa del pueblo, que abriría por un año su consultorio con consultas a muy bajo costo, la noticia llegó hasta cada uno de los extremos de San Tequesquitengo del Chicote. Al principio su consulta fue muy nutrida, pero uno de los primeros desencantos de su regreso, fue que los habitantes no se dirigían a él cómo Doctor ni como Médico, si no como Checo, el hijo de Flor que se veía muy guapo con su bata blanca.


-Quien te viera, Chequito, tan mugroso que andabas y mírate ahora tan guapo con tu bata-.


Martín rió.


-¿Cómo no quieres que te digan así?, seguramente eras un niño cochino-. Argumentó Martín mientras continuaba riendo.


Luego, Sergio le contó sobre su mayor molestia y decepción.


Don Sabino era un hombre más viejo que el más viejo del pueblo. Su abuela le contaba que cuando era niña, su abuela le contaba que Don Sabino no siempre fue curandero. Decían que primero fue hechicero, luego yerbero, luego brujo, guerrillero de la revolución ó de la independencia ó de las dos, pues para los habitantes del pueblo las dos guerras eran una misma. Sergio lo recordaba como el hombre de las purgas con aceite, el que le pellizcaba la espalda cuando tenía gastroenteritis, el que, sólo por haber dicho en algunas ocasiones que no tenía hambre, le pasaba un huevo por todo el cuerpo mientras le golpeba el rostro con hierba de albahaca rociada con aceite aromático y luego jugaban a ver las figuritas que formaba la yema del huevo puesta en un vaso con agua.


-Me gustaba mucho su olor-.


-¿De Don Sabino?-


-No tonto, de la albahaca con el aceite aromático-.


La primera semana que llegó al pueblo, Sergio tuvo una muy buena afluencia de pacientes. El, como buen médico recién egresado, empleó todos los recursos aprendidos en la escuela, el correcto interrogatorio, la exploración correcta de los pacientes, la elaboración de historias clínicas lo más completas posibles, realizados bajo los estándares recomendados para una buena relación médico-paciente. En pocas palabras, busco hacer las cosas como todo un muy buen médico. Hacer las cosas tan bien como pudo, fue el primer problema de Sergio, del cual se dio cuenta luego de encontrarse en la calle con Miguel, un amigo suyo de la infancia.


-Miguel, ¿Cómo sigues?, ya no regresaste a consulta-.


-No Sergio, lo que pasa es que la última vez que fui, me preguntaste muchas cosas y se me hizo tarde para ir con Don Carlos al taller, cuando llegué me dijo que me si volvía a llegar tarde, me iba a descontar el día, así que pues ya no pude ir, además, bueno fue eso y otra cosa, quiero preguntarte algo y que me digas la verdad-


-Claro que sí, confía en mi-


-¿Es cierto que le metiste el dedo por atrás al esposo de Doña Lulú?-


Después de esa conversación, Sergio decidió llevar un ritmo más veloz en sus consultas, aún a costa de la reducción de la calidad de la historia clínica y con mucho pesar por sentir que fallaba en su obligación de médico, decidió pasar por alto la exploración prostática a menos de ser absolutamente necesario.


Luego vino otro problema, algo contra lo cual no estaba dispuesto a rendirse. Al principio, notó como todos los pacientes contestaban las preguntas del interrogatorio con muy buen gusto. Le daba la impresión que a los pacientes les gustaba ser escuchados cuando hablaban de sus quejas. Pero todos los interrogatorios terminaban con el mismo nombre. Don Sabino.


-Pero Checo, Don Sabino me dijo que tenía mal de ojo-


Alguna vez le dijo Doña Eulalia


-Serás muy médico, niño, pero Don Sabino es más viejo y por eso sabe más-


Le contestó un día Telésforo.


Al principio, le pareció comprensible la actitud de sus pacientes. Era la primera vez que llegaba un médico que no era Don Sabino. Un médico de verdad, en la opinión de Sergio. Pero con el tiempo, se dio cuenta que cuando no complacía a sus pacientes con lo que querían oír, no regresaban a consulta. Para Sergio, algunos de sus pacientes sólo acudían con él para escuchar la confirmación de los diagnósticos de Don Sabino, otros para ver si podían conseguir algunas de las medicinas ó hierbas que les recetaba Don Sabino, otros más por la curiosidad de ver a Sergio y algunos pocos, muy pocos, de hecho Sergio estaba seguro que sólo fueron dos pacientes, acudían por que realmente se sentían mal. Sin embargo, uno de esos dos fue con Sergio por que cuando fue con Don Sabino, este último no se encontraba en casa.


A los 30 días, Sergio contempló como perdía la batalla con la medicina tradicional.


Intentó muchas cosas para contrarrestar su desventaja. Lo primero que hizo fue aumentar el horario de consulta. Pensó que tal vez así aumentaba la probabilidad de ser visitado por un paciente. No tuvo ningún efecto sobre la afluencia de pacientes. Luego bajo el precio de su consulta, igualmente sin éxito. Posteriormente ofreció la primera consulta gratis, con el mismo resultado. Finalmente decidió bajar el precio de su consulta por segunda vez, pero tampoco consiguió que llegaran más pacientes.


-Deberías de dejar eso y venirte para acá Sergio, sabes muy bien que no tendrías problemas para pasar los exámenes-


-No lo haré Martín, sabes que esto lo tenía planeado desde un año antes de terminar-.


-Entonces deberías buscar otro método-


-¿Alguna sugerencia?-


-No lo sé, pues si no puedes con el enemigo, únete-


Martín soltó una sonora carcajada y mientras reía continuó

-Imagínate siendo ayudante de Don Sabino, estudiar tanto para terminar siendo ayudante de chamán-.


Y continuó riendo.


En ese momento, Sergio recordó el sueño que tuvo la noche anterior, en el que la medicina basada en evidencias, se regía por los mecanismos y creencias de la medicina tradicional. Sergio se quedó serio. No por haberse sentido ofendido por la palabras de Martín, si no por que en ese momento le pareció la más maravillosa idea que se le pudo haber ocurrido a su amigo.


-Martín eres un genio, precisamente eso haré-


-¿Ser ayudante de un viejo yerbero?-


Sergio, con los ojos bien abiertos por el asombro y por lo que maquilaba en su mente, le contestó


-Me uniré al enemigo, pero no como piensas. Les hablaré en el idioma de Don Sabino. Empachos, males e ojo, enfriamientos, etcétera. Pero le recetaré medicina alópata.


Esa noche, Sergio se fue a la cama con una gran sonrisa.


-Me alegro mucho que te hayas decido a regresar Sergio, la verdad eras muy bueno como para desperdiciar tu talento allá escondido-


-Gracias, Martín, pero sabes que no comparto tu pensamiento, precisamente es en esos lugares donde se necesita más a los buenos médicos, no por ser gente de escasos recursos, son menos merecedores de una buena atención-


-No empieces con tus idealismos Sergio, anda mejor dime que te impulsó a regresarte.-


-Me corrieron-


-¿Cómo que te corrieron?, pero que injusto, diste lo mejor de ti en ese lugar, dejaste la oportunidad de comenzar tu residencia, a pesar de los desprecios continuaste con la consulta bajando el precio, ofreciendo promociones e incluso les seguiste su jueguito, simulando que les diagnosticabas lo que querían oír-


-Ese fue el problema. Cuando comencé con eso, mi primera paciente fue la esposa del presidente municipal. Me dijo que no era un pendeja, que no le hablara de esa manera diagnosticando un mal aire y dando una receta para una contractura muscular y luego llevó el chisme a todos en el mercado-.


-¿Y que pasó?-


-Al otro día en la noche, llegó una multitud, encabezada por un señor al que le hice tacto rectal y me avisaron que el presidente municipal daba la orden de clausurar mi consultorio por faltas a la moral y por haber querido engañar a los pacientes. Luego llegó Don Sabino y me advirtió que la gente tenía pensado entrar a robar a mi consultorio si no me iba ese fin de semana, así que mejor me vine-.


-Que gente tan pendeja, ¿Cómo te hicieron eso?-


-El problema Martín, es que no sé quien fue más pendejo, si ellos ó yo-.


FIN


Autor: Julio Alberto Pérez Sosa