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lunes, 16 de febrero de 2009

Cápsula Literaria

Hola a todos, Desfacer Entuertos se complace en presentar, esta su nueva sección, Cápsulas Literarias, donde se presentarán pequeños fragmentos de obras que a mi parecer (y al parecer de otros lectores también, incluyéndolos a ustedes), son importantes dentro de la obra misma o de la literatura general, son asombrosas o impactantes o simplemente por ser esos episodios literarios que nos provocan tal emoción, que valen la pena comentar.

Les dejo aquí la primera Cápsula Literaria, es de la máxima novela Hispana, Don Quijote de la Mancha, donde se muestra un fragmento de la descripción de un dibujo que acompaña al manuscrito de las aventuras de Don Quijote que Cervantes imaginariamente encontró:

...Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía de cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía "Sancho Zancas", y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de "Panza" y de "Zancas", que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia...

Decidí este fragmento por que me sorprendió el hecho que las miles y miles de imágenes de Sancho donde se muestra al regordete paticorto montado en su jumento, ¡son erróneas!, Sancho Panza, en la novela, es zanquilargo. No por que todo el mundo pinte a alguien de una manera, significa que sea así en realidad.

Saludos y hasta la próxima Cápsula Literaria.

Si tienen sugerencias para lás próximas cápsulas literarias, serán bienvenidas.

JAPS

jueves, 12 de febrero de 2009

Descargando . . .

Bajó la lámina sensible sobre la fría pantalla de mandos y se logueó de nuevo en la metaweb. Encontraría ahí a sus amigos de siempre como todos los días después de su trabajo. Gabriel tenía la tenaz necesidad de escapar de su realidad como burócrata de bajo nivel en el Ministerio de Control Ciudadano donde pasaba sus seis horas de trabajo acomodado en un ergoseat pegajoso escudriñando perfiles, acciones y declaraciones fiscales de (cuando menos) quinientos individuos a quien él jamás conocería ni le interesaba conocer metido en una metaweb restringida de uso gubernamental.

De sus primeros veintiocho años, quince los había pasado adherido a redes exteriores de acceso tradicional. A los veintitrés logró convencer a sus papás de pagarle una expansión positrónica adherida quirúrgicamente a su tallo cerebral y que recibía y contestaba los impulsos neuroquímicos de la neocorteza, conectándolo activamente a la vasta red de datos externos que la metaweb ponía a disposición de los usuarios de las nanoplacas alrededor del mundo. Eso le ayudó mucho en sus estudios universitarios donde sacó provecho de su expansión de memoria y aprendió a navegar a su antojo a través de la red mejorando sus conocimientos y descargando algunas nuevas aplicaciones disponibles en su forma beta. Así logró aprender a jugar póker en cinco megabytes y a responder las preguntas de su exámen de titulación de la carrera de Manejo de Datos y Soluciones a Redes.

Recién vio su memoria externa saturada, decidió implantarse una tarjeta más sensible, descargar las actualizaciones de biocompatibilidad y fusionar su selfintelect a la flamante red virtual global. Allí podría viajar sin salir de su hogar y así encontraría la manera de lograr su independencia económica total, dejar de ser un empleado y ganar dinero en la metaweb. Al menos así lo pensó en un inicio.

Yo lo conocí hace veinte años a la salida de la puerta magnética de remoción de datos a la salida del complejo. Me pareció un tipo buen mozo aunque de esos desaliñados involuntarios. La barba un poco crecida, con retazos de piel lisa en el mentón, solía utilizar una chaqueta de esas nuevas de carbono con cuello elevado que protegía los conectores laterales de su nuca. Era retraído y siempre intentaba mirar a mi escaso escote de manera furtiva. Caminábamos juntos unos pasos por la calle de Bucareli hasta llegar al Monumento a los Defensores de 2015, donde él viraba a la derecha para tomar su electrobús hacia Tacuba, mientras que yo daba vuelta a la izquierda para transportarme hasta mi apartamento en el complejo numero 12 de la multihogar de oriente.

Lo vi adentrarse cada vez más en sus prácticas virtuales. Desafiaba de alguna manera los controles de seguridad humana impuestos por las directrices de la Iniciativa Global de la Metaweb. Aunque sus implantes le permitían un manejo mas flexible de los datos y había logrado aprobar hasta el último examen de compatibilidad y capacidad encefálica disponibles en la red, no podía o mas bien no debía de pasar mas de siete horas continuas logueado. Nadie debía permanecer más puesto que se había corroborado lesión permamente en la corteza, degenerándola irremediablemente. Pero había muchos que desafiaban las directrices y podían evadir la desconexión obligada de los sistemas. Así pasaba horas acumuladas dando saltos en la interfaz azulosa de emulación de realidad.

Gabriel y yo pasamos muchas tardes juntos, cuando él aún habitaba mas tiempo en la realidad tangible que en su propia realidad. Compartimos varias veces bebidas estimulantes en las ruinas del zócalo e incluso alguna vez logramos obtener alimentos pretransgenizados, que a ninguno de los dos agradó. Me sentí por primera vez una mujer feliz y confiada en alguien. Sabía que él conmigo no usaba su memoria externa para encontrar las frases mas apropiadas al momento ni mucho menos que usaba la aplicación de cálculo de situación como otros hombres. Aunque era un absoluto conocedor de miles de downloads decidía intentar con sus habilidades naturales al provocar mis reacciones. Con el paso de los años, creo que mis actos y la sorpresa conjunta en ellos era lo que le atraía de la vida cotidiana.

Con los meses y los años Gab comenzó a volverse mas taciturno. Cada vez pasaba menos tiempo conmigo y más en la metaweb. Dejó de asistir a las profilaxis sanitarias y a las sesiones obligatorias de inmunorenovación. Yo no solía loguearme como él, y jamás me agradó la sensación de despersonalización al ingresar. Nunca me agradaron los colores intensificados de las avenidas informáticas ni de los recreos de datos. Al consultar a un médico neuronet me confirmó que padecía una ansiedad de separación y que mis sinapsis debían carecer de la plasticidad necesaria para adaptarme bien a la metaweb. Por ello, nuestros momentos juntos se hicieron cada vez mas ajenos e impersonales. Desesperé en un vago intento por hacerlo reaccionar y terminamos nuestra relación. Él, lejos de actuar como yo pensaba se aisló y dejó de esperarme para marchar por Bucareli. En un arranque que ahora observo irracional, decidí pedir mi transferencia a la oficina de Configuraciones Presupuestales en la rama oeste del Gran Corredor Urbano del Anahuac, que se situaba cerca de los viejos asentamientos sobrevivientes de Santa Fé. Allí conocí a mi esposo Dan con quien tuve dos hijas. El tiempo escurrió imperceptiblemente para mí. Por unos años dejé de pensar en Gab envuelta en la nueva experiencia de ser madre, y aunque buena parte de su educación era administrada por los psicopedagogos virtuales proporcionados por la Administración Conjunta, yo adoraba pasar momentos con ellas. Las nuevas directrices de sanidad hacían gratuita y fomentaban la instalación temprana de nanoplacas de memoria externa de baja potencia en los infantes. Aunque me opuse, Dan me hizo ver las ventajas que mis hijas podrían obtener en base a los metaanálisis realizados en las poblaciones de niños tempranamente iniciados en la metaweb. Mis dos hijas, Ana e Isabel, pronto aprendían en las aulas virtuales descargando información recostadas en sus pequeños ergoseats.

Nuestra vida en familia se llenó de pequeños momentos por millares. Recuerdo ésa época con mucha nostalgia. Pasábamos nuestras vacaciones disfrutando del mar en las costas de Tehuacán o en las islas de Chiapas cada vez que a Dan le tocaba descanso en su trabajo como detector de tráfico indebido en la metaweb para un entidad social-comercial de participación privada y estatal. Hacíamos excursiones reales a los campos de cultivo de carbosemillas en Sonora, visitábamos las fascinantes pirámides intactas de Teotihuacan o los promontorios sacros de la primera refundación eclesiástica que se hallaban al sur. Viajamos alguna vez a los hielos del norte, de donde migraron hace muchos años los norteamericanos hacia el sur en busca de un clima mas cálido. Son muchas las lágrimas que cubren mi rostro al recordar mi etapa mas hermosa de madre y esposa.

Gab reapareció en mi vida una ocasión en que el servidor externo de la casa me alertó sobre una infracción en los vínculos de seguridad de nuestro hogar. De acuerdo a los reportes, se había excedido el numero de cookies originados desde un enlace metaweb distante que dejó unos cuantos bytes de rastro que codificaban para los datos GabW5s. Entré unos minutos a la metaweb y comprobé que Gab había estado adquriendo datos variados de mi vida durante los últimos años. Al inicio me enojé muchísimo, me desconecté y pensé en contactar a mi esposo para solicitar un firewall mas potente y denunciar a Gab ante la policía web. Pero la nostalgia me ganó y razoné que la huella quizá había sido dejada de manera intencional.

Decidí visitarlo personalmente y no a través de la metaweb creyendo que así él lo quería. Viajé hacia donde él había vivido años atrás y como en muchas zonas de la ciudad, era poco frecuente ver personas caminando por la calle. Solo el zumbido penetrante de los vigilantes en cada esquina o el rotor de los sensores de vigilancia. Al llegar a su edificio y pulsar la llamada me atendió una voz desgastada pero familiar a través de un transcomunicador. Por el tono modulado supe que Gab me respondía desde la metared. Oí cómo las cerraduras electrónicas de las puertas que me llevarían a su pieza se abrían al unísono. Caminé y llegué hasta él. No parecía mas que un organismo tendido boca arriba en una ergoseat muy compleja que vibraba y lo cambiaba de posición frecuentemente mientras detectaba variables fisiológicas y lo alimentaba con precisión y cálculo. Llevaba la misma chaqueta de carbono con unos pantalones de fibra térmica color anaranjado que parecía haber cambiado recientemente. De una membrana sónica situada junto a su cabecera surgió su voz diciendo que en un minuto estaría conmigo. Sonó un click y su cabeza giró hacia mí mientras abría los ojos muy lentamente. Eran éstos como dos lunas opacas que eran incapaces de demostrar emoción alguna. Muy diferentes a los que había conocido. Me llamó por mi nombre, se incorporó levemente y comenzó por intentar una sonrisa que resultó en una mueca torcida que mostraba unos dientes blanqueados pequeños idénticos a los que yo recordaba. No me preguntó de mi vida, de lo que había hecho hasta entonces pues lo sabía perfectamente descargando en nanosegundos la información respecto a ello. Por el contrario, una vez mas pareció interesado en el azar de mis respuestas ante sus cuestionamientos espontáneos y me preguntó simplemente y sin rodeos si la vida fuera de la red aun tendría algo para él. Yo le contesté sinceramente que lo dudaba mientras miraba la cúspide la una simbiosis entre la tecnología y la humanidad plasmada en las paredes, en los cables regados por el piso de su casa. Él parecía conocer esta respuesta y se levantó. Ví que conservaba su tono muscular a pesar de estar mayormente recostado. Obra de los nanoestimuladores seguramente. Caminó hacia mi y me ofreció asiento. La siguiente hora nos dedicamos a recordar. Rememoramos muchas cosas juntos, pero al cabo de una hora exacta, su rostro volvió a endurecerse y me pidió que lo dejara, pues debía volver a conectarse. Esa fue la ultima vez que supe de él en la realidad.

Los meses pasaron y me sumergí en mi escueto papel de madre para mis dos hijas que ya contaban nueve y once años y seguían asisitiendo al colegio virtual donde desarrollaban y descargaban nuevas habilidades concordantes con su perfil genético.

Una mañana, mientras ellas permanecían logueadas recibí de mi esposo una notificación vía extranet en el servidor casero en que me informaba de un transitorio desnivel en la tasa de transferencia de datos a las 11:25 am, originado por la liberación en la metaweb de un paquete de reparación y actualización de varios terabytes por parte del Gobierno Global Intraweb que sería lanzado desde sus oficinas reales en el Omniestado Europeo para mejorar la seguridad de la red, pues había habido algunos incidentes menores liberados presuntamente desde los gobiernos rebeldes de Asia.

A las 11:24 mientras actualizaba manualmente los comandos diarios de ordenanzas de limpieza en la casa, todo el circuito de energía luminosa se apagó. Los aparatos de humidificación y enriquecimiento de aire se detuvieron y de una membrana sonora escuché la voz de Gab que gritaba el mensaje: “desconecta ya a tus hijas” con un tono imperativo y urgente. Este mensaje se repitió dos veces mientras corrí hacia la sala de educación y despegaba la placa magnética de las nucas de mis hijas, al momento en que con un jadeo ambas abrían los ojos dolorosamente a la realidad. Isabel y Ana me miraron sin saber que sucedía y ambas comenzaron a preguntar. Miré mi reloj y eran 11:25. Decidí esperar. Un minuto y otro minuto. Nada se restablecía. Miré por la calle y como de costumbre no había nadie en la calle. El servidor local de la casa se reinició a las 11:30 en modo emergente, no había conexión con la red global. No podía comunicarme con mi esposo ni establecer contacto con ninguna dependencia de la Administración. En la pantalla sensorial de la cocina apareció un mensaje que decía: “Lo siento, no pude avisar antes, espero tus hijas estén bien, no pude hacer nada por Dan. Liberaron un biosoftware en la metared. No sé que sucederá. Gabriel”. Dejé a mis hijas en la sala, pidiéndoles que por nada del mundo se acercaran a las placas magnéticas de logón. Corrí hacia la casa de mi vecina que descubrí con la puerta abierta. Al entrar, la vi recostada en su ergoseat con los ojos abiertos que miraban hacia atrás en blanco y con la boca entreabierta. No contestaba, no respondía. La intenté mover pero estaba rígida y su corazón apenas latía. No había forma de llamar servicios de emergencia pues éstos dependían de la metaweb.

Al salir, observé cómo otras cuantas personas salían de sus casas, unos cuantos apenas que no sabían que había sucedido. Unos con los ojos interrogantes, otros desesperados y llorando. Nos reunimos todos en la calle, eramos solo un puñado de unos cien vecinos que debíamos de haber habitado esas casas. Mis hijas salieron y se unieron a mi desconcertadas. Las voces subían de intensidad hasta que les dije que algo había pasado en la red, algo relacionado con biosoftware. No sabíamos nada mas. Unos decidieron permanecer en sus casas junto a sus familiares. Otros, como yo, nos dirigimos caminando hacia la Prefectura, donde encontramos algunos empleados confusos que intentaban reanimar a los que habían estado conectados. Todos en el mismo rictus o parecido al de mi vecina. La diferencia era que éstos habían dejado de vivir. Eran las 12:20. Miré a mis hijas y las abracé, las abracé como si nunca las hubiera tenido o como si justo hubieran nacido.

Organizamos transportes para buscar sobrevivientes. En cada hogar, en cada edificio, en todos los resquicios donde hubiera personas conectadas a la metaweb encontrábamos cadáveres repetidos de una muerte inmediata. El peso abrumador de la realidad dolorosa nos apretaba el corazón. No concebíamos la magnitud de la catástrofe que mediríamos unos días después. Yo visité las oficinas donde mi esposo trabajaba ese mismo día junto con otras personas. Adivinaba la tragedia al cruzar mi camino con hombres y mujeres que salían con el llanto desbordado entre histeria y tristeza. Yo misma entré cabizbaja y salí con las manos cubriendo mi boca bañadas en lágrimas, mientras mis rodillas se doblaban irremediablemente y caía al suelo. Esa misma noche, fundidas en un abrazo, mis hijas supieron de la muerte de su padre. Esa misma noche y todas las siguientes de mi vida recordé a Gab por salvar a mis hijas.

En dos días se habían organizado cuadrillas de remoción de cadáveres gracias al liderazgo de unos cuantos funcionarios de gobierno sobrevivientes. Se había restablecido cierta comunicación local gracias a los servidores particulares de la ciudad y se pudo hacer un cálculo aproximado de las muertes. Cerca de tres millones sólo en ésta ciudad de un total de cinco millones de habitantes. Se dispusieron entonces piras gigantescas donde se quemaron los cuerpos por decenas o centenas de miles. Las columnas de humo subieron como tentáculos hacia el cielo durante cinco días. Nunca pude saber cuándo ni donde cremaron a Gab.

Para el cuarto día del fuego algunos técnicos recuperaron la comunicación hemisférica y global. La noticia de un biosoftware se difundió rápidamente y las conexiones a metaweb fueron deshabilitadas inmediatamente. Todas las ciudades se hallaban en la misma condición o peor. De ciertas regiones nada se sabía.

Hoy han pasado dos años desde el holocausto de la red. Los neuroanalistas y científicos de las redes que sobrevivieron determinaron que la causa de los millones de muertes fue la integración a la red de un tecnovirus con capacidad de compatibilidad biológica neurológica. Dicho biosoftware ingresó libremente a través de los componentes positrónicos instalados en las personas donde se tradujeron en señales apoptoicas neuronales a través de inmunomediadores que afectaron de manera primaria las células corticales de la segunda capa y las células del tallo cerebral encargadas de la respiración autónoma. Éste tecnovirus logró evadir los sistemas de defensa diseñados para evitar estos eventos, presuntamente gracias a la filtración de los códigos secretos de programación de los firewalls.

Surgieron conflictos graves por el desabasto de alimentos. Los Cuerpos de Orden tuvieron muchas dificultades en lograr la paz y viejas prácticas inhumanas que se creían olvidadas después de la Cuarta Guerra Mundial y el Pacto de Brazilia volvieron a aflorar en la faz del hombre. Se retrocedió a ciertas prácticas de agricultura de manera obligatoria, los procesos educativos apenas se restablecen a la usanza prepositrónica, se tienen indicios de que los Estados Rebeldes de Asia provocaron la segunda decimación de la población mundial y que preparan una nueva guerra religiosa contra el resto del mundo.

Mis hijas han crecido con las habilidades adquiridas en sus años de estudio virtual, muchas de esas capacidades hoy son inservibles pero otras dan pie a la restructuración de la sociedad como la conocimos. Yo trabajo en la recuperación de datos digitales y genotípicos, deseando que podamos hacer frente a un futuro bélico. Me pregunto si los humanos realmente estamos destinados a morir por nuestras propias manos o por nuestras creaciones. Solemos descansar en nuestras virtudes y aligerar el peso de nuestras vidas con instrumentos. Al final, sólo nos acompañan el fuego y la muerte.

Fin

Autor: Luis Fernando Cortázar Benítez

domingo, 8 de febrero de 2009

Fotografías. Segunda Parte

Lo primero que hizo fue quemar las doce fotografías. Después de “los hechos” la policía encontraría un bote de basura en la cocina con los restos calcinados de las fotografías, aunque éstas estarían irreconocibles.
Después regresó al cuarto oscuro para verificar que no hubiera más fotografías reveladas por las cuales preocuparse. Al llegar a la puerta se estremeció, un frío recorrió lentamente su espalda y se estancó en su nuca, erizándole los cabellos. Temeroso, dio un paso en aquella oscuridad, la cual le resultaba poco familiar, ya que pasaba poco tiempo en ése cuarto.
Manoteó durante unos segundos, tratando de encontrar el interruptor que encendiera la luz; pero no la luz roja, no, la luz roja no porque ésa luz le recordaba (sangresangresangre) el trabajo de Martha. Aunque puso todo su esfuerzo en encontrar el interruptor de la segunda luz, la luz blanca que convertiría al cuarto oscuro en sólo otro cuarto, falló. Por un segundo la intensa luz roja le recordó el cuento de “La Muerte de la Máscara Roja”, iluminando todo el cuarto con su brillo color rubí, mortificándolo, mareándolo, matándolo.
Por un segundo la vio.
Martha estaba ahí, frente a él. La veía roja, color sangre en su ropa y rostro, en su piel y cabello. Ella señala la vieja cámara que él aún sostenía. “Sofía…”, dijo Martha, en un suspiro.
Golpeó la pared, tratando de encontrar el interruptor de la luz blanca por segunda ocasión, y ésta vez tuvo éxito. El cuarto dejó de ser rojo, pero al estar encendidas ambas luces, adquirió un delicado color anaranjado. Martha ya no estaba ahí.

Empezó a reír; primero, una risa queda, gutural, agradable, que fue subiendo de tono hasta volverse los estridentes gritos de la histeria. Se llevó la única mano desocupada a la garganta (ya que la otra se negaba a soltar la cámara) y apretó y apretó, hasta clavarse las uñas en el cuello y cerrar por unos momentos el paso del aire a su sistema. Eso pareció tranquilizarlo. Días después, cuando el doctor lo examinara, encontraría las marcas de las uñas en el cuello con los respectivos hematomas donde había apretado. El doctor se sorprendería que no hubiera muerto por su propia mano.

Cuando hubo recuperado un poco de su calma se convenció a sí mismo que había tenido una alucinación, una pesadilla con los ojos abierto. Que su esposa hubiera muerto de extrañas circunstancias no significaba que ella era un espíritu errante que quisiera matarlo de un susto. Mientras se decía esto en voz alta, se dirigió a la mesa de revelado para verificar que no hubiera más fotografías.

Había una.

En ella Martha seguía de pie frente al espejo, en algún momento después de tomar las primeras fotos, ya que su rostro no aparecía deformado por el grito. Sostenía la cámara de la misma forma que en el resto de la serie, con excepción de que la sostenía con una sola mano. La otra señalaba hacia la cámara, tal como la visión de Martha había hecho.
Esto soltó una risilla nerviosa que parecía a punto de volver a estallar en gritos, pero pudo controlarse lo suficiente.

Ésa fue la única fotografía fuera de una caja que los policías encontrarían días después. La encontrarían en la habitación, encima de la cama, junto a unos pañuelos ensangrentados y la cámara fotográfica.

Tomó la fotografía y la guardó en el bolsillo trasero de su pantalón, por el momento. Salió del cuarto oscuro, dejando la luz blanca encendida por si tenía que regresar. Fue a la cocina, se sirvió un poco de agua y se recostó en la mesa. Estaba nervioso y cansado, y se convenció lo suficiente de que su mente le estaba jugando bromas constantes así que decidió dormir un rato. Se levantó de la mesa y se acostó en el sofá de la sala. El cansancio acumulado de los días previos lo venció, y al cabo de unos minutos estaba hundido en la inconsistencia.

Despertó sin saber si habían transcurrido horas o sólo minutos, pero se sentía un poco más repuesto. El cuello le dolía, pero no era nada que no pudiera soportar. Se levantó, convencido del todo que los fantasmas no existían y que podría resolver racionalmente el misterio que envolvía la muerte de Martha…hasta que vio la fotografía pegada en la puerta del cuarto oscuro.

Era la misma fotografía de Martha señalando la cámara. La misma fotografía que estaba seguro había guardado en el bolsillo de su pantalón y de la cual estaba también seguro no había pegado en ninguna puerta. El anterior escalofrío volvió a recorrer su espalda, anidando nuevamente en la base del cráneo.

“Tengo que salir de aquí” pensó. Tomando sólo las llaves y su billetera, sin importar el aspecto que presentaba con las marcas en el cuello, salió a la calle. Días después algunos testigos afirmaron que caminó solo unas cuantas cuadras, hablando consigo mismo y sin percatarse, al parecer, que tenía una cámara fotográfica en la mano.

Fue una hora después cuando se dio cuenta de que todavía tenía a Sofía sujeta. No pudo recordar siquiera si para dormir la había soltado. Decidiendo que había caminado lo suficiente, regresó a su departamento. Al cerrar la puerta volvió a ver la fotografía pegada en la pared, y trató, nuevamente, de convencerse de lo irreal de todo.

La fotografía. Martha señalando a Sofía. En el cuarto oscuro, lo que fuera que lo había asustado también había señalado la cámara y había dicho su nombre. Trató de soltar la cámara, y comprobó que no podía, como si la hubiera tenido pegada todo el tiempo. Volvió a tratar, y al agitar el brazo, Sofía golpeó contra la mesa.

La luz del flash lo deslumbró, y después escuchó el sonido del rollo al recorrerse dentro de la cámara. Sonido que al principio lo desubicó por no esperarlo y luego compendió lo que significaba:

Todavía había un rollo dentro de ésa cámara fotográfica.

Autor: Juan Mauricio Muñoz Liévana

domingo, 1 de febrero de 2009

Un Cuento Chilango de Misterio. Segunda Parte

Carlos moría. Imaginó un hielo amorfo, cuyas extensiones crecían rápidamente en su abdomen y lo obligaban a tumbarse completamente sobre el pasto. El frío que experimentaba en ese instante en su abdomen, era la más horrorosa sensación que había tenido jamás. Un frío que no cedía a pesar de sentir el calor de su sangre bañar su piel, escurrir sobre su cuerpo, manchar su ropa, inclusive, sintió como el calor de su misma sangre se derramaba por sus adentros, irritaba, ardía, ácido que iba dejando un camino lacerado de órganos heridos que palpitaban dolor. Pero ahí seguía, en el núcleo del caos de las más dolorosas sensaciones, el hielo frío envió una extensión a su espalda, atravesó su colon, rozó la aorta abdominal, pasó junto a un riñón y finalmente llegó a su columna vertebral y se internó en su médula espinal. Instantáneamente subió hasta su nuca y a medida que ascendía sus cabellos se erizaban, al punto de casi saltar disparados, hasta que llegó a su cerebro.

–Creí que al morirse se escuchaban ángeles-, comentó en voz alta de la manera más sardónicamente posible para que su victimario lo escuchara. Prefería parecer un valiente que dice idioteces, que un cobarde que muere callado y gimiendo.

Cuando dijo esto en voz alta, algo llamó su atención, algo en lo cual no había reparado desde que recibió la bala y que se podía considerar como un extraño comportamiento contrario a toda lógica. Su agresor seguía ahí. Ya habían pasado varios minutos desde que el estallido de la pistola había sonado y no se había movido ni un milímetro del lugar, al contrario, permanecía quieto, inmóvil y con la mirada fija sobre la figura de Carlos. El gorro de la sudadera que traía puesta no le permitía distinguir su rostro a pesar del intenso resplandor de la luna esa noche. Cuando Carlos notó esto, ya no le quedaban muchas fuerzas, lentamente un sopor lo invadía y sentía su cuerpo y párpados demasiado pesados. El sueño comenzó a vencerlo, pero entre cada parpadeo cada vez más lento, distinguió a la misteriosa figura acercarse, cada vez más y más cerca. Sintió temor de ser baleado nuevamente pero sus fuerzas lo habían abandonado completamente como para, al menos, gritar.

En el último parpadeo antes de perder el conocimiento, vio claramente como la oscura figura se reclinó sobre él, sacó algo de entre sus ropas y lo vertió en su abdomen. Un susurro, tan quedo que a el le pareció el sonido del viento entre las ramas, llegó claramente a su oído. –Perdóname-. Y en ese instante quedó inconsciente.

La luz que entraba por la ventana despertó a Carlos. Por la intensa luminosidad podían haber sido las 10 u 11 am. –Me quedé dormido- pensó, y rápidamente intentó incorporarse pero un agudo dolor en su mano izquierda lo hizo reaccionar. El cuarto blanco, la camilla y la solución canalizada en su mano lo hicieron percatarse de que se encontraba en el hospital y lo hicieron recordar los eventos previos. Cuando la agonía de su noche previa vino a su mente, rápidamente se llevó la mano al abdomen esperando encontrar la cicatriz de la cirugía que le realizaron para extraer la bala de su abdomen. No encontró nada. Se alzó la bata y sólo tenía una pequeña cicatriz, redonda, que parecía ser muy antigüa pero que el estaba seguro que no la tenía antes.
En ese instante entró una enfermera al cuarto y antes de contestar las extrañas preguntas que Carlos le hacía sobre una herida de bala, cirugía, policía y sicarios, con toda la intención del mundo le contestó con un tono molesto y un gesto muy mal humor, como sólo las enfermeras de hospitales públicos saben hacer, que tuvo suerte que no le pasara nada a él y que sus cosas habían sido llevadas por su madre, excepto su camisa ensangrentada, la cual fue cortada para corroborar que no tuviera heridas, en vano, por que efectivamente no las tenía.

De todos los extraños sucesos en los cuales se había visto envuelto desde que inició la investigación sobre la muerte de su amigo Toño, este fue el único que realmente le despertó miedo. Por que supo que ellos tuvieron que ver con esto. Supo que ellos lo habían dejado vivir con toda intención, la cual Carlos estaba seguro que no era nada buena. Supo que habían jugado con su cuerpo ó con su mente ó con ambas. Supo que a partir de este instante él era parte de su plan y que ahora, ni la muerte era una vía de escape.

Autor: JAPS