Afuera soplaba el viento con esa furia aburrida común en las ventiscas del puerto. Hacía un poquito de frío y recuerdo las puntas de los dedos frías. Me sumía en las labores de un médico interno asignado al servicio de urgencias: tomaba unas muestras por acá, me llevaba a algún paciente a la tomografía por allá, cambiaba la bolsa de diálisis en el recambio número doce un poco en medio. Vamos, todo iba bien en esa guardia en la noche, hasta que llegó una ambulancia de la Cruz Roja.
Descendiendo con pasos seguros la camilla de ruedas desplegables, los paramédicos colocaron al paciente en la cama de choque. Una nube de personas nos agolpamos alrededor del muchacho tendido boca arriba. Cortamos sus ropas, dejando desnudo su pequeño, fibroso cuerpo pálido, su piel fría y pastosa. Totalmente fláccido, sin respuestas, inconsciente. Lo traían junto con una bolsita, un sobre metálico sucio de mugre en costras cuyos caracteres eran ilegibles, se suponía ingesta de raticida o algún pesticida. A este hombre lo habían encontrado tumbado en la acera, igual como había llegado a nosotros, sin conexión con el mundo exterior.
Al ver su postrero estado, su lamentable figura, pero sobre todo, ante la imperiosa necesidad de cuidar que sus pulmones no se inundaran de vómito o saliva propia, intubamos al paciente, se colocaron dos vías en los brazos y se inició una rápida infusión de líquidos intravenosos para inyectar un poco de fuerza vital a ese cuerpo maltrecho. Recuerdo que inicié con los lavados gástricos unos segundos después de haberlo intubado. Recuerdo una pestilencia adherente y el líquido café saliendo a borbotones de la sonda, todos asentimos en que alguna sustancia extraña había consumido este hombre. Continué hasta que nada mas extrajimos de ese estómago. Finalmente, con un respirador artificial proveyéndole el aliento con su sonido neumático rítmico, robótico, con las venas de sus brazos ocupadas por plásticos por donde fluía la solución que le daba la fuerza suficiente a su sangre para mantenerlo vivo y con una sonda uretral por donde se cogía toda la orina que sus riñones pudieran producir, lo condujimos a la sala de urgencias en espera de mejoría o su pase a terapia intensiva.
Esa noche, fui a mi casa a descansar el cuerpo y a derramar sobre la almohada todo el dolor que uno puede palpar en un día. Volví, como todos los internos, al día siguiente, a pesar de que todos juramos al salir nunca volver. Cuando entré a la sala de urgencias, busqué a varios de mis pacientes para atestiguar quiénes habían sobrevivido la fría pero siempre segura marcha de la muerte por esos pasillos. No lo descubrí en las camas de urgencias y me di cuenta de mi gesto adusto con las comisuras de la boca vueltas hacia abajo, con un extraño pesar.
Comencé con el pase de visita matutina, conociendo las dolencias de nuestros nuevos inquilinos llegados en la noche y actualizando los avances o retrocesos de quienes seguían allí, en pie de lucha por su vida. Al final, pregunté por nuestro intoxicado al médico que estuvo de guardia y soltó una carcajada sonora, me señaló el pasillo de recuperación y mi confusión aumentó. Me dirigí hacia allí y me encontré frente a un hombrecillo de piel macilenta, de cabello alborotado, grasoso, con un par de ojos grandes abiertos y sorprendidos, estaba sentado en la camilla con sus manos apretadas, libre de tubo respirador, de tubos uretrales y de líquidos goteando hacia su interior. Le pregunté qué le había sucedido, pues el hombre había llegado tan cerca de la tumba que un soplido habría bastado para arrojarlo al hoyo. Me contó, un poco apenado, que esa tarde había comido pollo frito -¡eso era!, exclamé- y había tomado después mucha caña. Mucha. Tanta para terminar en un estado de casi coma. No pude sino reír, carcajearme, él hombrecillo no parecía entender de qué, pero eso no importaba, le di un golpe en el hombro y le conté como había llegado. Él pareció volverse a asustar pues me parece que ya se lo habían contado. Ojalá no vuelva a tomar, le dije y me retiré con una sonrisa. Al ir pasando a la otra sala, descendía de la ambulancia otra camilla, corriendo abrían las puertas y mi sonrisa desapareció.
AUTOR: Luis Fernando Cortázar Benítez.
Arkham Knight: la muerte de una franquicia.
Hace 9 meses
3 comentarios:
Estilo descriptivo, con especial atención a los elementos invasivos del paciente pero con un toque de sutileza subjetivo que fusiona muy bien lo orgánico con lo interte, en especial cuando lo estabilizan. Me gustó cuando describes el sonido del ventilador, fué en ese instante cuando me transporté a la sala de urgencias. Curioso caso, tan curioso que se capta como real.
Felicidades.
Detallista, como buen clínico, y sin dejar de lado el toque literario que lo hace aún mas... interesante.
El título anticipa, y sin embargo no vuelve tediosa ni aburrida la lectura para nada, no anda uno a la expectativa cuando sabe lo que va a venir, pero sigue la curiosidad -tal vez nacida del sentir médico- sobre qué explicación darás al caso que presentas.
El tema me agrada, pero me desconcierta, aunque debo admitir que no es lo que prefiero, pero como dicen, en gustos se rompen generos y en opiniones hocicos :P
Te felicito, pronto pondré alguno mio.
Felicidades Fer, Que buena narrativa. Cumple su objetivo al envolverte en la trama y transportarte a la sala de urgencias.
Detallado, expresivo y el desarrollo bien llevado con final cíclico. Me gusto =)
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