Fue cuando abrí la puerta del estudio que me percaté de la magnitud de la muerte de Martha. Los dos días anteriores (desde que la hallé muerta en su cama hasta que finalmente la enterré) había estado en un estado de estupor que me impedía percatarme de lo que sucedía a mi alrededor. Recuerdo vagamente a la policía y paramédicos que asistieron a mi llamada, fragmentos de conversaciones con mi familia, la agencia funeraria, un sacerdote, mis amigos, los amigos de ella (creo que siempre me odiarán, pero ya no me importa), la familia de ella y su editor. Recuerdo el reporte de la autopsia (infarto agudo al miocardio) y los trámites del entierro. Recuerdo el entierro en sí y la multitud desfilando frente a mi y al féretro, con sus “lo siento” de rigor y en ocasiones apretones de manos y abrazos.
Pero fue cuando llegué a su estudio cuando en verdad me dí cuenta que ella ya no estaba ahí.
Abrí la puerta con el corazón en la mano, dispuesto a luchar contra mis demonios para rescatar lo posible de su trabajo, archivar el resto y relegarla a ella en un fondo de mi mente y mi corazón, con el luto usual de cualquier viudo.
Vi sus fotografías, aquellas que tomó durante tantos años, desperdigadas en la mesa, algunas atravesadas por tachuelas en el muro de madera, otras pegadas en la puerta de cristal que separaba su estudio del baño. Otras, las más queridas, como aquella donde aparecía un niño salvando a su perro en una inundación en Tabasco, la de la vendedora de flores en Tapachula o la de aquellos veteranos del ejército haciendo honores a la bandera en el DF, enmarcadas encima de su escritorios. Fotografías que habían aparecido en revistas, que habían ganado premios y le habían dado la vuelta al mundo. Las fotografías eran su vida. La tercera puerta de su estudio era para el cuarto oscuro donde ella revelaba sus propias fotos.
Marqué unas cuantas cajas de cartón, familia, revista, naturaleza, personas y otras más, no catalogables, que pararon en una caja marcada con un signo de interrogación. Tardé horas en revisarlas todas, una por una. Al final, resultaron ser poco más de quinientas fotos. El resto, otras tres mil, ella ya las había archivado.
Ya había terminado, y me disponía a empezar a recoger su ropa y productos personales, cuando recordé el cuarto oscuro. “Tal vez haya más material ahí” me dije, como si alguien aparte de mi fuera a escucharme.
Entré al cuarto, prendí la luz blanca (nunca me gustó la luz roja de revelado de los cuartos oscuros, siempre me recordó a la sangre, sangre, sangre) y si, mis sospechas eran ciertas. Ahí estaba un último paquete de unas doce fotos y tres o cuatro cámaras fotográficas, incluyendo a la vieja Sofía.
Sofía era una Yashica Rangefinder de 35 mm, una baratija traía por su padre desde Japón en los setentas, pero que aún funcionaba, y de alguna forma (siempre tuve ésa duda) ella encontraba rollos útiles. Era su favorita, y muchas de las fotos que la habían dado a conocer como fotógrafa profesional habían sido tomadas con ésa cámara.
“Tiene su propia personalidad”, decía Martha. Y vaya que la tenía; la había bautizado como su propia abuela.
Tomé a Sofía y las últimas fotografías reveladas y fui al estudio, para guardarlas en la caja correspondiente.
La primera fotografía me hizo reír; era ella misma, tomada desde nivel de su pecho en nuestra recámara, utilizando el espejo que estaba enfrente de nuestra cama para tomarse una foto de frente. Sonreía y se veía hermosa.
Dejé de sonreír cuando me di cuenta que la ropa que usaba en la foto era la misma que traía la noche que murió. Por la luz y brillo que entraba por la ventana en la foto, la hora había sido tomada durante la mañana, tal vez a medio día.
La segunda foto era una réplica de la primera, aunque son ligeros cambios: un hombro un poco más levantado, un poco menos de brillo en la ventana, tal vez, un poco más seria, aunque no estaría seguro. Imposible determinar cuanto tiempo antes o después de la primera.
La tercera foto tenía la misma pose, la misma actitud, los mismos detalles mínimos. La cuarta, la quinta, iguales.
En la sexta el cambio era notorio: ya no sonreía, sino que tenía la boca entreabierta, la mirada fija en un punto que no era ni su propio rostro ni la cámara; la luz en la ventana, disminuída, en pleno atardecer.
La séptima, la octava, la novena (su boca ya no estaba abierta, sus ojos estaban desorbitados, la ventana denunciaba la noche), la décima, la onceava y por fin, la doceava y última foto, con la boca en un grito de horror, los ojos totalmente abiertos, observando algo ATRÁS de ella, algo que no aparecía en la foto y que la asustaba, algo que la hizo tomarse doce fotos durante doce horas, parada frente al espejo, accionando el botón de Sofía para tener un testimonio de aquello que la estaba haciendo gritar…pero todo el testimonio de Sofía era Martha en su último grito silencioso.
Mis manos temblaban mientras decidía que hacer con las fotografías, ¿mandarlas a la policía como prueba…?¿prueba…de qué?, el reporte del médico decía infarto, y no podía llevar fotos así como prueba, sólo demostraría que Martha, mi esposa, estaba loca.
¿Qué hacer?, ¿qué hacer?
Autor: Juan Mauricio Muñoz Liévana
Arkham Knight: la muerte de una franquicia.
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